Después de bajar del Otztal, atravesar Seefeld y pasar el mítico trampolín de saltos, llegamos a los remontes casi como por casualidad. Diez de la mañana, parking abarrotado. Elegimos subir a Garmish Classic por proximidad, porque perdíamos un avión, y porque el Zugspitze estaba nublado. Bueno, y también porque no me había preparado nada. ¡Acierto total!

Cuatro horas y sólo dos telecabinas, una silla y ocho pistas abiertas. Pinta bien, nieva, el sitio es bonito, hay dos bajadas al valle, de las largas, de las que emocionan, abiertas. Y según vamos remontando la montaña, apreciamos el valle en todas sus dimensiones. ¡Vamos, que estoy impaciente!

Miro a todas partes, consulto el plano de pistas que, por una vez, no me sé de memoria antes de llegar. Subimos la única silla abierta y respiramos un aire frío, saludable.

Me encanta esda sensación de nerviosismo al descubrir un sitio nuevo, paisajes diferentes, frío y buena nieve debajo de mis esquís.
Llegamos arriba, miramos a la pista: ¿Porqué en los Alpes todo el mundo esquía mejor que nosotros?

Toca aprovechar, una bajada larga. De las alpinas: tres, cuatro, cinco, seis kilómetros y la pista nunca termina.

¡Se nos pasa la mañana! Subimos de nuevo, descubrimos un mirador espectacular, el Zugspitze nos observa y las máquinas acechan. Estamos a principio de temporada, y la estación anda a medio gas, recién desperezada de su letargo veraniego. Pero todo está preparado.

Llegamos a un cruce, el imponente Zugspitze asoma. ¿Por dónde bajamos?

Se hace tarde, apuramos la jornada. Son las dos y a las siete cogemos un vuelo en Munich para regresar a la monotonía, a nuestras grises calles y aburridas oficinas. ¡Hay que apurar!

Y además, parece que la niebla levanta. Un regalo de última hora, una postal de cuento. ¿Subimos otra vez?

Todavía podemos disfrutar un poco más...

Muchas gracias Garmish!

....y sobre todo gracias a tí, que aguantas todas mis locuras =)