Me gustan los planes retro. He participado en muchísimos de ellos relacionados con las bicicletas, y en aquellas modestas reuniones que se me han puesto a tiro cerca de casa, cuando implicaban al esquí. Pero estas últimas apenas se celebran en España, así que me dio por buscar alternativas en el extranjero, y haberlas las hay, aunque la mayoría bastante alejadas. Sin embargo, haciendo coincidir algunos asuntos, se nos brindó la oportunidad de podernos presentar en esta, la Alpine Classique de 2025, año en el que el evento celebraba su octava edición.
El programa implicaba todo un fin de semana. Desde un viernes por la tarde hasta el domingo al mediodía. Y, tal y como pretendo ir describiendo, incluía una gran variedad de actividades. Todo ello a celebrarse en la estación de esquí de Chamrousse, de dimensiones modestas (para estar ubicada en los Alpes) y muy próxima a Grenoble.
Chamrousse.
Esta estación de esquí, situada al sureste de la gran ciudad alpina gala, dista de ella escasos 34 km por carretera. Una ruta llena de curvas por lo que, en línea recta, la distancia es bastante menor. En los JJOO de invierno de 1968 fue sede (imagino que su base de 1750m) de las pruebas masculinas de esquí alpino y, en Recoin de Chamrousse (nuestra base de 1650m), de las femeninas. Así que su pedigrí histórico-deportivo queda fuera de toda duda. La estación está configurada mediante cinco bases o subbases situadas a lo largo de una carretera en forma de puerto de montaña. A dicho puerto se puede ascender por el suroeste o por el noroeste, y el tramo más elevado de la misma, en el que están localizadas las bases, discurre de sur a norte. En esa dirección, sucesivamente, se encuentran: el Nordik Park (Chamrousse 1600, Plateau de l’Arselle) punto de partida de muchos itinerarios, y que dispone de algunos servicios; Chamrousse 1700 (Villages du Bachat) zona de alpino algo apartada con otro aparcamiento y algún servicio; Chamrousse 1750 (Roche Béranger) que es un centro urbano más grande, además de uno de los dos ejes principales de remontes; Chamrousse 1650 (Recoin), que se corresponde con la sede de nuestro evento; y Chamrousse 1400 (Casserousse) que no es más que un aparcamiento separado, con una telesilla y un itinerario de ascenso para esquí de travesía.

Plano de pistas de Chamrousse. (Imagen: alpeski.com).
Chamorousse 1650 es la otra de las dos bases de alpino importantes del conjunto. Los remontes ascienden en paralelo a los de Chamrousse 1750 y ambos sectores están comunicados por diversas pistas. Es desde allí de donde parte el más largo, una telecabina que corona una cima a 2250m, que constituye el punto más elevado del resort. El núcleo urbano es pequeño y coqueto, con una nostálgica estética sesentera en los edificios, muy acorde con la época en la JC Killy conquistó sus oros. Hay algunos otros edificios relativamente modernos completamente forrados de madera, una oficina de turismo funcional y acogedora, aunque quizás un poco más moderna en estilo de lo que hubiera resultado conveniente, y un antiguo bloque de líneas rectas que acoge a los pocos comercios existentes y a varios restaurantes. Sin duda, el edificio más acorde con los tiempos pasados del lugar.

Edificio principal de Chamrousse 1650 (Recoin). (Imagen propia).
Lo mejor es que todo queda a 50 o 100 pasos de la oficina de turismo, que fue el centro neurálgico de todo el evento. Y nuestro alojamiento, un moderno estudio para dos, equipado con guarda-esquís y espacio de aparcamiento exterior, igualmente situado a 50 pasos de dicha oficina.
Nuestro fin de semana comenzó aproximándonos a Chamrousse por el sur, procedentes del oeste. Nos desviamos en Vizille, justo al pasar por su chateau y el amplio y sugerente parque que constituía la propiedad original. Aunque no nos detuvimos a explorarlo, tenía buena pinta. Pronto tomamos la carretera que asciende por la vertiente sur del puerto. Tras unos primeros kilómetros de prados de montaña, llegamos a zona de bosques, altura a partir de la cual empezó a nevar con generosidad. El tramo, lleno de curvas, resultaba precioso, y aunque todo alrededor estaba blanco, en la carretera todavía no cuajaba la nieve. Disfrutamos de un buen rato de conducción de montaña tranquila, en unas condiciones ambientales que nos dio por percibir como de los viejos tiempos. El asunto empezaba bien.

Aspecto de la carretera durante el ascenso de aproximación. (Imagen propia (M)).
Nada más llegar, nos instalamos y nos fuimos a comer algo porque era tarde para los horarios ses. Afortunadamente, dimos con un restaurante que da servicio prácticamente todo el día porque está pensado para cubrir las necesidades de los esquiadores en amplio margen de horario. Nos encantó el lugar, en sí bastante vintage, con un amplio comedor, todo él forrado en madera, pero no en plan rústico, sino con un toque un pelín más de lujo clásico, con molduras y tonos de barniz oscuros. Un ventanal alegraba la estancia, en la que abundaban detalles de decoración de fauna local y retales de material de esquí antiguo.

Interior del comedor del restaurante. Viernes por la tarde vacío, el sábado estaba lleno. (Imagen propia).
Tras la comida, nos presentamos en la sede del evento. En una placita que hay delante de la oficina de turismo había plantadas varias tiendas de campaña militares antiguas. De esas altas y de gran capacidad interior. Una era tienda-exhibición de la organización (un comercio de ropa y enseres muy clásicos) además de salita de reunión, café, etc. Allí nos dieron la bienvenida y nos citaron para la velada de ese día. Ya en la oficina de turismo, recogimos planos y nos informamos de los lugares a tener en cuenta, y desde allí regresamos al estudio. Allí dejamos preparado todo el equipaje, acción logística no baladí, pues el programa de actividades implicaba varios atuendos diferentes a lo largo del fin de semana. Entretanto, en el exterior, nevaba copiosa e ininterrumpidamente, lo que no dejó de ocurrir a lo largo de todo el fin de semana hasta el domingo por la mañana. Afortunadamente, eso sí, sin nada de viento, así que, en definitiva, un panorama precioso.

A punto de tomar un café y un croissant para desayunar en una de las amplias tiendas de campaña. (Imagen propia (M)).

Cartel de la Alpine Classique 2025. (Imagen: alpine-classique.odoo.com).
Velada skate-rink.
La nomenclatura skate-rink es vintage e internacional (incluida España) para referirse a la instalación y actividades propias de una pista de patinaje, ya sea esta para hacerlo sobre ruedas o sobre hielo. En diferentes momentos de la historia, tanto en el siglo XIX como en parte importante del XX, las pistas de patinaje se convirtieron en centros de actividad social y deportiva de moda. Lo mismo se utilizaban para partidos de hockey, exhibiciones de patinaje o competiciones, que como centros de relaciones sociales y flirteos sobre ruedas (o cuchillas) con música ambiental.
Nuestro programa se iniciaba en la pista de hielo de Chamrousse, una instalación exterior amplia, cubierta con una gran estructura desmontable de fuerte lona y dotada de una superficie de patinaje en muy buenas condiciones. El patinaje era opcional, y el alquiler de los patines estaba incluido en la inscripción. Tanto M como yo nos calzamos los patines. Eran viejos y estaban algo oxidados, así que la adaptación a ellos nos llevó un buen rato. Poco a poco se fue uniendo cada vez más gente, todo el mundo con un vestuario de época impecable, muy cuidado y escogido. Pero ¿qué época? Pues, aunque el evento no fijaba unas fechas concretas (el límite superior era el año 1969), probablemente la historia del esquí ejerciera de matiz suficiente como para hacer que todo el mundo nos hubiéramos decantado por aspectos de las décadas de los años 20, 30, 40 o 50 del siglo XX.
Mientras los más precavidos se mantenían fuera del hielo observando, comentando, charlando, tomando fotos o filmando, los más osados evolucionábamos por la pista tratando de disfrutar del movimiento y de una música acorde con las épocas representadas o, a ratos, con temas de ballet clásico. Un joven británico despuntaba por su habilidad. Algunos pocos nos defendíamos con dignidad y, bastantes más, sobrevivían con apuros, cerca de la valla o incluso dándose espectaculares costalazos. Y así pasó bastante tiempo hasta que decidieron sacar unas porterías, echar unos pucks al hielo y repartir unos sticks. Entonces comenzó una pachanga a la que difícilmente se le podría llamar partido, en la que las reglas brillaron por su ausencia y un caos divertido ambientó toda la acción. Salvo el joven que, además de patinar dio claras muestras de haber jugado al hockey sobre hielo, el resto hicimos lo que pudimos. Mi experiencia fue gratificante. Como he jugado a hockey sobre patines (pero de ruedas, el típico ibérico) enseguida se me olvidó que estaba patinando sobre hielo y empecé a moverme con más soltura. Tampoco encontré problema con el manejo del puck, pero sí, totalmente, con el stick, por el simple hecho de que el de hielo es casi el doble de largo que el de ruedas, por lo que todas las acciones de recepción, manejo y control me resultaban trastocadas. En cualquier caso, mucha diversión.

Esta instantánea no tiene desperdicio. Mientras intento iniciar un contrataque, un contrincante está despegando sus cuchillas del hielo hacia adelante. El posterior aterrizaje de espaldas se intuye inevitable, además de violento. Pero lo más preocupante, visto ahora en retrospectiva, quizás sea la sospechosa presencia de un gánster con un stick en la mano, con actitud de como si fuera lo más natural del mundo el que estuviera él allí con el abrigo puesto… algo se estaba cociendo. (Imagen propia (M)).
Una vez suficientemente fatigados los participantes, nos reunimos en una carpa cerrada para cenar. Había mesas y bancos corridos, y la cena estaba organizada en plan self-service, con cerveza o vino incluidos. Allí seríamos unas 20 personas, una avanzadilla de lo que se reuniría al día siguiente.
Los vehículos.
Un aspecto muy destacado de esta cita la constituye la concentración de vehículos clásicos. Resulta que todo aquel que puede y quiere, acude a bordo de algún vehículo clásico, los cuales se aparcan en la plaza central, a la vista de participantes y público general de la estación. Esta vez, por lo visto, había bastantes menos vehículos que de costumbre, probablemente porque se sabía que iba a estar nevando fuerte todo el fin de semana. Aun así, se reunieron tres motos muy antiguas, un ciclista con montura de principios del XX y un puñado de coches muy vistosos y elegantes. Un contenido importante del programa es que la mañana del sábado (si acaso la del domingo) se organiza una excursión motorizada por carreteras de montaña de los alrededores, en los que todas las máquinas se ponen en marcha, mientras quienes no van en ellas pueden irse a esquiar. En este caso se suspendió tal rallie ante el temporal de nieve, y cada cual se dedicó a lo que creyó conveniente.
Me encantan los coches y las motos clásicos. De hecho, más que los actuales. Siempre he querido tener alguno, pero la razón o el sentido común me lo han impedido. Son caros o difíciles de adquirir y de mantener, y tampoco tengo un buen lugar donde cobijarlos. Por otra parte, al final, para poder asistir con él a cualquier evento celebrado a cientos o un millar de kilómetros, tendría que contratar una grúa para su transporte (más gastos) o disponer de un coche actual lo suficientemente potente para que hiciera de tractor al que colocar un remolque con el clásico. Mucho lío. Pero reconozco que, una vez allí, sus propietarios me provocan sana envidia.

Dos de las motos presentes en el encuentro. (Imagen propia).

Un estiloso y deportivo Volvo. (Imagen propia).

Volkswagen “escarabajo” con los esquís de madera “a cuestas”, con un Cortina por delante. (Imagen propia).

Magnífico MG deportivo. Lo mismo que los Dynastar y Dynamic VR 17 que portaba. El kit completo. El coche está pintado en un verde botella claro y brillante. Hubo una larga época (anterior a la edad de este modelo) en la que, en las grandes competiciones, los bólidos iban pintados en un color asociado a la nacionalidad de su marca. Los italianos en rojo, los ses en azul, los alemanes en gris metalizado y los británicos en verde botella, aunque normalmente algo más oscuro que este. Pese a que se abandonó tal costumbre hace muchas décadas, algo quedó en el imaginario colectivo de la cultura automovilística. (Imagen propia).
Esquiando.
Nosotros nos fuimos a esquiar bajo la nevada. M con atuendo setentero u ochentero, aunque con esquís y botas actuales. Yo con vestimenta, esquís y botas sesenteros. Unos esquís Sancheski de 2 metros con fijaciones de cable y levas, y unas botas Alpina de ganchos, pero de cuero. Evidentemente, ambos sin casco, aunque sin intención de alcanzar grandes velocidades y mostrando ostensibles precauciones. Lo peor fue la visibilidad, porque ninguno de los dos disponíamos de máscaras o gafas apropiadas para el mal tiempo que fueran lo suficientemente antiguas, así que optamos por unas de sol, de patillas. Con ellas, nos las teníamos que poner y quitar a ratos. Veías más o menos algo hasta que se mojaban. Se empañaban al pararte y, cuando te las quitabas, veías bien, pero te hacían daño los copos de nieve. El precio del pasado.

Forfait de Chamrousse. (Imagen propia).

Con mis flamantes Sancheski y las botas Alpina. (Imagen propia (M)).
En cuanto a los esquís, un único problema, y no precisamente de obsolescencia. Como no paraba de nevar, se acumulaba nieve nueva constantemente hasta en las pistas. A pesar de ser fin de semana, había muy poca gente esquiando, así que hacías huella casi todo el rato y, aunque no la hicieras, mis esquís formaban zuecos de nieve polvo en sus suelas. Tanto era así, que me costaba arrancar cada vez que paraba, apenas deslizaban en pendientes suaves, únicamente rindiendo bien en pendientes rojas. La culpa había sido mía, había estado a punto de haberlos encerado antes del viaje, pero no lo hice. Desde luego que no contaba con el paquetón allí encontrado. La buena noticia vino por parte de los remontes. No nos dedicamos explorar y recorrer el modesto pero apetecible dominio de Chamrousse, sino a aprovechar que desde delante de la plaza partía la telecabina, en la cual podíamos ascender secos, así que nos limitamos a descenderla completa varias veces. Lo que se dice esquiar, no me dio problemas, ya lo he hecho con esquís tan viejos y largos como aquellos, y las fijaciones de cable respondieron sin pegas. Un poco más tedioso fue ponerse y quitarse las correas de seguridad cada vez que tenía que coger el remonte.
A la hora de comer dejamos de esquiar y nos tomamos una cerveza en el bar del restaurante del día anterior mientras nos daban mesa. Al ser sábado y en plena nevada, estaba bien concurrido. Una vez acomodados en el comedor, disfrutamos de una riquísima fondue de queso.

A punto de atiborrarnos de fondue de queso. (Imagen propia).
Bailando.
Lo del baile, junto con lo de la vestimenta y lo de los vehículos, es otro de los ejes principales de todo el asunto. Por ello, el programa incluía varias sesiones de clases. Nosotros nos apuntamos a dos seguidas que se celebraban en una sala de usos múltiples después de comer. Había allí una pista de baile de parqué, y un animoso y competente profesor dirigía el aprendizaje de una aproximada quincena de alumnos.
La primera sesión la dedicamos al Lindy Hop en pareja para principiantes. Yo no soy buen bailarín, pero gracias al saber hacer del profesor, salimos airosos del intento, ensayamos una buena base coreográfica y nos lo pasamos muy bien. Eso sí, despojándonos de una serie de capas de ropa y, aun así, acabando con una buena sudada.
Lo malo fue que M disfrutó tanto que se vino arriba y nos apuntó a los dos a la siguiente sesión: blues/slow swing individual. Esto me costó más al principio, pero acabé completando el conjunto de movimientos. La pega, esta la descubrimos al final, es que a la mayoría nos era posible seguirlo con temas relativamente lentos, pero, si sonaba alguno de los rápidos, nos perdíamos. Y es que todo esto es cuestión de horas y horas de práctica.
El caso es que llevábamos dos horas seguidas de ejercicio intenso y apenas me quedaba tiempo para volver a vestirme del todo, ir a calzarme las botas de esquiar, coger los esquís y acercarme hasta la pista de debutantes en la que se iba a celebrar el slalom vintage.
La competición.
Y llegué a tiempo, pero sin dorsal. Ningún problema, el amable y considerado Frank, uno de los organizadores además de speaker, me consiguió uno enseguida. También en la base de la estación había un pequeño telesquí de servicio a una pista verde. Allí habían montado un slalom paralelo con apenas unas seis puertas. Demasiada poca pendiente para mis esquís sin cera y aquella nieve constantemente recién caída, pero bueno, a eso habíamos venido.

Preparado con el dorsal ya puesto. (Imagen propia (M)).
En realidad, a la hora de bajar, cada cual lo hacía tantas veces como quisiera, por cualquiera de las dos calles, en individual o emparejándose con quien anduviera por allí en ese momento. El speaker animaba una competición que en realidad no era tal y no contaba con cronometraje, eliminatorias ni clasificación. Mejor para todos, se trataba de dramatizar una carrera pasándoselo bien. Y en eso, el público vintage, que era mucho más nutrido que el puñado de esquiadores, lo dio todo, generando un ambiente muy animado.
En cuanto a los esquiadores, íbamos con tales diferencias de material que cualquier competición real hubiera quedado injustamente desequilibrada. Alguno con esquís un poquito más modernos que los míos, pero la mayoría con botas de cordones y esquís más antiguos, incluso uno con material de telemark muy viejo. El caso es que creo que todos pasamos un buen rato.
La gran noche.
Quizás el plato más fuerte de la Alpine Classique lo constituya la velada del sábado. Todo el mundo está citado a las ocho de la tarde en la misma sala de usos múltiples en la que se habían celebrado las clases de baile, y que está debajo la oficina de turismo. Es una sala de forma circular, elíptica o similar, amplia y rodeada de paredes sin ventanas, excepto por un sector que tiene varios metros acristalados. De día eso le permite entrada de bastante luz, pero por la noche convierte la estancia en algo más bien oscuro. Quedó claro desde el principio que se buscaba ambientación de sala de fiestas de principios del siglo XX, pues mantuvieron todas las fuentes de luz blanca (que eran muchas) apagadas, generando una atmósfera muy tenue, iluminada únicamente a base de focos de escenario y poco más. Aunque al instalarnos nos pareció escasa, tal iluminación, con el paso del tiempo, consiguió dos efectos. Uno, que la personalidad moderna y funcional actual de la sala se diluyera entre las sombras, llegando a desaparecer. Y dos, que la atmósfera interior pareciera estar a caballo entre una sala de fiestas de época de cierto nivel, pero sin alejarse del todo de la que podríamos imaginar para un tugurio amplio y animado a las tantas de la madrugada.
En la sala habían montado un escenario en el que se apilaban unos cuantos instrumentos musicales cuyo aspecto ya presagiaba el tipo de música que sonaría más tarde: swing, jazz bailable de primera generación, charlestón, fox-trot, ritmos sincopados en general y algún rock n’ roll pionero que llegaría a colarse para dar cancha a los ses (no me pregunten por qué, pero la afición, apego y conocimiento que la sociedad sa adulta en general mantiene respecto a bailar los rock n’ roll más antiguos siempre me ha resultado paradigmática. Quizás lo explique el hecho de que, en España, en aquellos tiempos, en las verbenas la gente se limitaba al chotis, los boleros, especialmente el pasodoble, y algún twist que se colara de rondón, puede que debido al proteccionismo cultural patrio que la dictadura se empeñaba en imponer). En la pared de fondo del escenario (que estaba apenas elevado unos centímetros respecto al suelo de la sala) colgaba una pantalla sobre la que se proyectaban continuamente antiguas películas de esquí sin sonido. Este último procedía de una selección musical de temas de la primera mitad del siglo XX.
El resto de la sala estaba organizada mediante múltiples mesas alargadas, dispuestas paralelamente unas a otras, rellenando un círculo exterior pegado a las paredes, dejando el parqué central despejado para que sirviera de pista de baile. Todas las mesas con manteles, servicio de cubertería y orientadas hacia el escenario. Detrás, al fondo, a nuestra espalda, una barra servía de autoservicio de cerveza o vino.
Objetivamente, la cosa fue así: cuando entramos ya había algunos puestos ocupados en las mesas, otros libres y otros reservados por algunos grupos. Buscamos un lugar con buena vista completa. Directa al escenario, pero alejada y abierta para tener visión de conjunto. Prácticamente no tuvimos o con nadie durante la velada. No era fácil porque la gente se sentaba e interactuaba con sus conocidos o en el seno de sus grupos, y porque las barreras idiomáticas, con música sonando, se hacen más difíciles de franquear todavía. No es que nos sintiéramos marginados, no, porque tampoco nosotros hicimos intentos por socializar, pero sí un poquito aislados, tal vez postizos, no sé muy bien cómo explicarlo. La conclusión podría ser que echamos en falta haber constituido nosotros mismos un grupo de amigos propio, de unas seis personas aproximadamente.
Pero nada de lo anterior nos aguó la fiesta. En realidad, lo pasamos muy bien. Estuvimos entretenidos hablando, observando, cenando, disfrutando del magnífico y animadísimo concierto posterior a la cena y bebiéndonos toda una botella grande San Pellegrino con gas para tratar de rehidratarnos tras aquella jornada de esquí, bailes y slalom. Y el entretenimiento provocado por la observación merece ser contado, pero en un estilo aparte. Con licencias literarias y advertencias preliminares. Lo que sigue a continuación es una narración basada en hechos físicos y observaciones reales, pero aliñada con datación, historias de vida, retratos psicológicos e informaciones biográficas totalmente inventadas, pero sugeridas por la pinta de los protagonistas. Allá vamos.
«Estamos en algún discreto resort alpino de la geografía sa, localizado muy cerca de las fronteras suiza e italiana. Se trata de la sala de fiestas de uno de los hoteles más concurridos del resort. La habilitaron en el sótano cuando, en plenos años veinte, la música y el desenfreno social aligeraron las costumbres morales de los europeos hasta cotas anteriormente inimaginables. Fuera, en el exterior, nieva copiosamente. Hay coches aparcados: deportivos, lujosas berlinas, algunos otros quizás más populares, motocicletas, etc. Desconociendo la fecha exacta, parece claro que pueda ser cualquier mes de pleno invierno de los años 1936 a 1938. Aunque en la estación no hay demasiada gente hospedada, el hotel, que goza de cierto prestigio entre las clases adineradas, se encuentra completo y, salvo los de algunas familias que por el día parecen estar allí fuera de lugar y que no dan señales de vida por la noche, el resto de los huéspedes se encuentran en la sala para la cena de gala y la posterior sesión de baile.
Nosotros somos una pareja española sin o alguno con el resto de la gente. M viste moderna, pero sin atrevimientos descocados. Falda larga con vuelo y patronaje dinámico, estampada en cuadros escoceses y ajustada a las caderas. Jersey ceñido y cazadora de paño de abrigo. Yo he optado por un “camuflaje” internacional a base de un traje actual, pero con el toque de una chaqueta austríaca. Qué hace allí una pareja española mientras su país está en plena guerra civil es un secreto que pretendemos mantener, por lo que, ante todo, discreción y “perfil bajo”, sin destacar ni por encima ni por debajo.
El joven británico que la víspera se había mostrado tan exhibicionista sobre los patines ha cambiado completamente de actitud. Viste de “sport” con cazadora, convirtiéndose en uno de los pocos personajes que no va de etiqueta. Casi parece más un americano. Acude solo, se mantiene en discreta posición, apenas relacionándose con un par de conocidos, y se retira pronto, sin amago de acercarse a la pista de baile. Tenemos claro que es un agente del Mi-6, pero es evidente que está hecho de una pasta casi opuesta a la de Bond. Ningún éxito aparente en cuestión de conquistas femeninas. ¿En cuando a su misión? Ignoramos si tiene éxito, aunque aquel río revuelto no parece haberle proporcionado ganancia.
Con la cena prácticamente empezada, un nutrido grupo de jóvenes surge por el fondo más oscuro de la sala. Ellos van vestidos de militares, pero sin una rigurosidad impecable en los uniformes, que tampoco son del todo iguales. Ellas, menos en número, visten de civiles. Nada de gala, al contrario, aspecto de chicos buscavidas parisinos, quizás un poco bohemios, con pantalones amplios y boinas caladas con inclinación. No pretenden ocultar su género femenino, pero sí que sugieren una actitud de rebeldía e, incluso, enfado simulado. Si en el futuro surgiera un conflicto bélico, no nos cabe duda de que estas jovencitas engrosarían las filas de alguna resistencia civil. En cuanto a ellos, suponemos que varios se integrarían en el frente, otros quizás ya anden preparándose para ello en una especie de batallones extraoficiales, pero claramente castrenses en su aspecto. Llama la atención la actitud gregaria de la pandilla. Como si no acabaran de decidir en dónde sentarse a cenar, como queriendo mantenerse en la penumbra, pero, a la vez, quedar claramente expuestos como lo que son, un grupo muy numeroso y cohesionado. No están alegres, más bien parece como si estuvieran allí cumpliendo un deber. Al final, el grupo ha de sentarse dividido en dos, unos junto a nosotros, mientras al otro lado de la sala vemos que algunas de sus chicas visten unas capas azules con capucha. Es ropa invernal que también forma parte de un uniforme, más que militar, quizás sea sanitario, o puede que ambas cosas a la vez.
Por contraste, libre y desenfadadamente, se mueve un grupo de jóvenes alemanes vestidos con ese traje regional corto y campestre propio de Bavaria. La mayor parte de ellos son jóvenes espigados, bien formados y musculosos. Casi daría igual lo que se pusieran porque sus cuerpos no quedarían ridículos. Pero a alguno más rechoncho, el atuendo regional (¿tal vez nacionalista?) le confiere un aspecto de niño grande, próximo a la ridiculez percibida por quienes, ajenos a su cultura, no somos capaces de valorar la indumentaria. Consiste en zapatos, medias claras hasta la rodilla, pantalones de cuero muy cortos, bastante holgados y con tirantes, y camisa clara en el torso. En el futuro, quizás a algún cómico español le dé por vestirse parecido (con el pantalón no tan corto) y llamarse tío Aquiles, y por acompañar a unos tales Valentina, Locomotoro y Capitán Tan en sus aventuras. A estos jóvenes germanos se les ve felices, ruidosos y desenfadados. Seguros de sí mismos. Llegado el baile, se desenvuelven sin conocimiento, gracia o estilo, pero totalmente desinhibidos, relevándose para emparejarse con una chica rubia alta y fuerte que, ataviada con traje de falda larga y reminiscencias, quizás, de estilo rural alpino, baila mucho mejor que ellos, los anima, dirige, espolea y trata de marcar los ritmos. Pero el grupo tedesco no está solo, por allí anda un hombre bajito, repeinado, con cara de pocos amigos, bigotillo fino, engominado y el pelo rasurado por los laterales de su cabeza. Viste un impecable traje austríaco completo. De color muy claro (blanco o gris), con ribete lateral verde en el amplio pantalón, y chaqueta igualmente tradicional, corta, ajustada y algo más “barroca”, totalmente abotonada. Está inquieto, no para en toda la noche, atento a lo que hacen sus camaradas más jóvenes y… a otras cosas, pero no sabemos a qué. Desprende cierto repelús, imposible explicar por qué. En toda la velada, solo le vemos un momento de aparente esparcimiento, cuando saca a bailar a una joven alemana de su grupo. Ella es alta, morena, delgada, joven y de buen tipo. Su peinado sugiere algunas horas de tocador. Bailan perfectamente, sin espasmos ni alardes innecesarios, con clase y sobrado conocimiento técnico, con ritmo, pero sin atisbo de mecánica procedencia de academia. Lo llevan dentro, parece evidente que son de otra clase social… él de los que mandan, ella de las que se relacionan con (y muchas “gobiernan” a) los que mandan. Únicamente los vemos bailar una pieza. Después, sus actitudes vuelven a lo de antes. Ella a mantener conversación en la mesa, él a husmear inquieto de aquí para allá, y a controlar… vayan ustedes a saber qué.
Quienes casi han desaparecido, o, cuando menos, se muestran algo desinflados, son los gánsteres. Si anoche sus abrigos con hombreras, sus sombreros y sus trajes de rayas o corte claramente americano nos habían impresionado a todos y quizás, tal vez, en cierto modo sutil, atemorizado, hoy han optado por trajes más formales, zapatos de baile en blanco y piel, y actitudes discretas. De hecho, no salen a bailar. Tampoco muestran comportamientos sospechosos. Parece como si la sala, el hotel, el país y los Alpes no fueran su territorio. Todo lo contrario que ayer, que tanto dentro como fuera del “skating rink”, su presencia imponía, a pesar de que sobre los patines no exhibieran soltura alguna, sino todo lo contrario. Para mí que aquello debió tener que ver con el partido, el resultado y… ¿amaños, apuestas, etc.? en ese tipo de terrenos da igual la geografía, en eso son internacionales.
O es muy hábil en su cometido oculto o es totalmente inocente al respecto, pero el hombrón que ayer dinamizó la pista de patinaje y jugó vestido con el atuendo deportivo reglamentario, hoy sigue dicharachero, sociable y atento con todo el mundo. Y eso a pesar de haber asistido a las clases de baile y haberse peleado con las puertas del slalom tratando de encauzar unos indómitos esquís de madera con ataduras telemark. Se ha puesto de punta en blanco con traje, corbata y zapatos de baile. Recién afeitado, excepto su lustroso y cuidado bigotón. Lleva tirantes (como muchos), y esto lo sabemos porque, una vez pisada la pista, ya no deja de moverse por ella con toda pareja que esté dispuesta a compartir compases con él. Por ejemplo, cualquiera de les tres mujeres que, sin parecer aferradas a ningún grupo concreto, se las ve que conocen a mucha gente y no dejan de bailar… ¡bien! Van bien vestidas con trajes o vestidos de faldas, ceñidos a sus dispares figuras y tipos. Alguna más bajita, alguna más rellenita, pero todas con un ritmo tan fácil y natural que resultan atractivas en la pista. Una por su repertorio técnico, otra por el envidiable ritmo de sus pies y la otra por su adaptabilidad sin fisuras ante cualquier pareja de fortuna. No sospechamos de ellas, creemos no equivocarnos al deducir que están aquí, verdaderamente ¡por el baile!
Hay un español delgado y bailarín que, cuando hablamos con él por la tarde, nos pareció remiso a que supiéramos que lo era. Sus razones tendrá, lo mismo que nosotros, no son buenos tiempos para la extroversión excesiva entre compatriotas. Vive en Francia y está emparejado con una sa que viste moderna con pantalones ajustados. Es alta y poderosa en su figura y en su energía de movimiento. Los dos bailan mucho juntos y, ocasionalmente, ella también baila suelto o con algún otro hombre mientras él la mira, encandilado. No es para menos, la mujer baila bien y el ajuste de sus pantalones marca intencionadamente lo que tiene que marcar. En cuanto a su rostro, con gafas, bien maquillada, labios pintados y pestañas alevosamente explotadas, desprende total expresión de felicidad mientras permanece bailando. La mayor parte del tiempo bailan juntos y lo hacen bien. Con un estilo cuya procedencia nos resulta académica, formal y de aprendizaje dirigido.
Algo que ocurre también con una pareja sa que selecciona bien los temas con los que sale a bailar. Él, delgado y alto, acaba también en tirantes tras el esfuerzo de varias piezas. No nos extraña, teniendo en cuenta que se decantan por las canciones más rápidas y feroces. Van totalmente coordinados en sus movimientos, parecen sabérselos de memoria y, además, los acentúan con potencia, y puede que hasta con cierta violencia espasmódica. Ella lleva un magnífico atuendo propio de lo que cualquier persona pudiera imaginar cuando le viene a la mente la palabra charlestón: pluma, corte de pelo, cinta en la frente, manguitos de brazos, y ajustado y ligero vestido corto brillante con flecos incluidos. No podemos otorgarle el apelativo de “reina de la fiesta” porque esta no parece una fiesta de reinas sino de “reinos”, en la que nada ni nadie son lo que aparentan y los movimientos más estratégicos no parecen tener que ver con el flirteo, sino con trasfondos geopolíticos o de negocios que se nos escapan. Entretanto, el profesor de baile, ataviado con un traje cumplidor pero cómodo, además de corto de pantalones para que sus pies y tobillos luzcan toda la gracia de que son capaces, observa todo de pie, al borde de la pista, bailando algunos temas solo y aceptando como pareja a cualquier mujer que intencionadamente se le aproxime. Tal vez él sí que tenga objetivos más primarios, o quizás no, puede que actúe como infiltrado del hotel para amenizar la fiesta.
Pero, aunque el relato se haya ido de las manos hacia los pies, hacia la pista de baile, la verdad es que es más la gente que no baila que la que lo hace. Abundan los suizos. Un ciclista sueco afincado en Ginebra y que viaja solo parece conocer a ciertas personas y deambula por ahí con desenfado. ¿Acaso un mensajero interfronterizo disfrazado de “sportman” entrenando para el próximo Tour de Francia? El gerente está pendiente de que todo funcione. Un elegante matrimonio suizo charla amigablemente con otras parejas, y, por aquí y por allá, se ven a algunos hombres de negocios (varios de ellos también suizos) conversando de pie, o sentándose aquí o allá con diferentes personas. Van impecablemente ataviados. Con lujo, pero sin ostentación, sin duda “saben estar”, no es la primera vez que se mueven en ambientes así ¿Banqueros, diplomáticos, empresarios de armamento…? Difícil de adivinar.
A todo esto, el grupo ha salido al escenario justo al finalizar la cena. Son cuatro, pero a veces suenan casi como si constituyeran una “big band”, aunque con el tono descarnado de los garitos, el sabor de lo informal y el ritmo de la improvisación a flor de piel. Magníficos, nos encantan, movilizan el baile y a la gente. El cantante posee una voz cazallera perfecta para el repertorio que despliegan. Juega con los graves como quiere, pero suelta acero vocal siempre que lo cree conveniente. Al metal de viento (en varias opciones), un hombre que se mantiene en segundo plano, pero capaz de llenar el espacio sonoro. El pianista no se mueve de su lugar. Allí anda, sacándole el máximo partido a un estrecho, pequeño y maltrecho piano que parece haber vivido más batallas nocturnas musicales que todos los que estamos allí juntos. Desconchado, con algunos rayones y heridas, aporta el sonido propio de los garitos clandestinos, pero con más animación que los de cualquier ciudad con vida nocturna perenne. En cuanto al batería, tan pronto la deja para tocar el contrabajo, como se cuelga una guitarra complementaria para acompañar o contrarrestar las cuerdas del cantante, quien también le da al rasgueo o al punteo. La banda no para, acelera más o menos, pero siempre con ritmo vivo, en un repertorio de estilos propios de un periodo que va del principio del siglo [XX] hasta la actualidad [1936-8], o incluso de futuro [algún rock n’ roll suelto]. Pero descartando baladas o romanticismos suaves. ¡No! fuego sincopado, ritmo y más ritmo. En un momento dado, el batería se levanta y, sin desprenderse de sus baquetas, se enfrenta al pianista para empezar a hacer “ecos” de percusión sobre la caja del piano cada vez que el otro, con las teclas, le reta a un fraseo. La gente aplaude a cada rato, la canción se mantiene así suspendida unos minutos, con el público expectante hasta que, dada por finalizada la improvisación, el batería corre hacia su puesto original tratando de no perder comba para que la canción prosiga donde quedó sedada y ¡zas! con las prisas, el hombre pisa donde no debe y cae al suelo, rodeado de instrumentos, todo lo largo que es. El público exclama un ¡oh! coral, el cantante le atiende alarmado, los otros dos músicos, fieles a la filosofía de su oficio, la de cualquier “saloon” del oeste, mantienen el tema confirmando aquel mítico “que no pare la música”. Afortunadamente, el músico se levanta, recoloca algunas cosas, se sienta y se incorpora al ritmo con su percusión. Ovación de gala por parte del respetable, y que siga la fiesta.
El final lo desconocemos, lo mismo que los entresijos que allí pueden estar cocinándose entre las sombras. En determinado momento, siguiendo lo que ya han comenzado a hacer algunos otros, optamos por retirarnos discretamente. Seguridad ante todo. Fin del relato».

El autor del relato con su pareja. (Imagen propia).

El grupo musical The Moonlight Gang. (Imagen: alpine-classique.odoo.com).
Despedida.
De cara al domingo, anduvimos dándole muchas vueltas a qué hacer. Había varias posibilidades, pero acabaron reducidas a dos. Una, ponernos a esquiar con normalidad para disfrutar de Chamrousse con equipo actual (ello implicaba dejar el apartamento, organizarnos bien y buscar un alojamiento para dormir aquella noche a mitad de viaje de regreso), para luego despedirnos del evento. O dos, recoger todo, despedirnos y viajar directamente hasta casa durante el día. Al final optamos por la segunda. Era más sencilla. Hicimos el equipaje, paleé para quitar nieve al coche y limpiar un poco la maniobra, sacamos el coche de allí (afortunadamente las ruedas de invierno se mostraron totalmente eficaces) y nos acercamos hasta la plaza para despedirnos de los organizadores, felicitarlos y agradecer su trabajo y su trato. Desde allí descendimos el puerto por la vertiente norte. Estaba todo nevado, la carretera con algo de capa de nieve y hielo en algunos tramos y un paisaje precioso.
Una vez en el valle, alcanzamos Uriage-les-Bains. Es una localidad agradable con casino, balneario, varios antiguos edificios muy elegantosos y un chateau. Aparcamos en su avenida principal y desayunamos en una pastelería, antes de retomar el largo viaje de regreso. Estábamos de muy buen humor.
Nota final.
En la Alpine Classique pasamos un fin de semana muy divertido, intenso y agradable. Chamrousse nos encantó como sede sencilla, cómoda y apta para un evento de estas características. Estuvo nevando copiosamente desde antes de nuestra llegada, el viernes a primera hora de la tarde, hasta la hora de levantarnos del domingo. Aquella fue la primera vez que nos integrábamos en un evento de esquí retro (o vintage) fuera de nuestra estación de referencia y, además, en el extranjero. La experiencia resultó muy grata.

Ambiente en la plaza con la nieve sin parar de caer. (Imagen propia (M)).
Una vez dicho lo anterior, conviene añadir algunas precisiones. Nuestra integración no fue del todo fácil ni fluida. No le achacamos culpas a nadie, pero hay que tener en cuenta algunas circunstancias. Viajamos en pareja, sin conocidos previos allí. Dimos con algunas personas de más fácil porque asistieron solos o en pareja, pero la gran mayoría ya se conocían de ediciones anteriores, o bien formaban parte de grupos más nutridos con los que, lógicamente, resulta más difícil establecer o. Aun así, nadie nos puso pegas ni malos gestos y charlamos con algunas personas. Por otro lado, era en Francia y nosotros apenas hablamos francés. Pese a ello, el inglés (y el alemán para bastantes participantes) funcionaba como lengua franca. Ello facilitó algunos os, pero limitó mucho otros, especialmente en función del azar a la hora de sentarte a cenar. Desde aquí, agradecer a Frank, uno de los organizadores, todas sus atenciones, explicaciones e información pausada, acogedora y paciente. En todo caso, nos pareció todo un planazo ideal para ser abordado en un grupo de amigos de varias parejas.
Desde mi personal punto de vista, la Alpine Cassique no es un evento de esquí retro propiamente dicho, sino un evento vintage integral. Su cercanía con el esquí tiene que ver con que se celebra, con mucho acierto, en una estación de esquí con atmósfera e historia clásicas y en invierno. Pero el esquí, aun formando parte de su contenido, es un apartado más del conjunto, y no de los primordiales. Allí, lo prioritario son los atuendos (varios a lo largo del fin de semana). Vestuario vintage que el reglamento marca como anterior a 1969 y que, por lo general, los asistentes tienden a acercar a la belle epoque. La ropa y la apariencia son fundamentales y se mantienen y exhiben a lo largo de todo el fin de semana en diferentes actos y circunstancias: patinaje, actividades de nieve, rallie, esquí, velada nocturna, etc. Lo segundo más importante creo que es el baile. La velada de la noche del sábado mantiene reunida a la concurrencia durante varias horas. Se bailan temas de los años 20, 30, 40, 50 y algo de rock and roll pionero. No todo el mundo baila porque hay muchos expertos (parejas o individuales) que eclipsan o acomplejan (involuntariamente) al resto de mortales. Verdaderos especialistas de academia, o personas con afición sumada a dones innatos y mucha práctica. Por cierto, la mayoría de ellos, no esquiadores.
Quizás el siguiente ámbito en importancia sea la concentración de vehículos clásicos. La misma da mucha vistosidad al evento al reunirse todos los ejemplares aparcados en el centro de la estación. Aunque en la presente edición es probable que hubiera menor número que nunca ante las adversas condiciones meteorológicas, se notaba que se daba importancia a su presencia y, hay que reconocerlo, la misma vestía mucho el evento. Como no se pudo celebrar la excursión (el ride, o como prefiera denominarse) no podemos valorar cuánto de preponderante resulta dentro del programa de actividades, pero sospechamos que mucho.
El esquí como tal, aunque a priori aparenta ser la motivación preferente de la celebración, no lo es. Más bien se nos antoja como la disculpa ideal para vincularlo a la fecha y al lugar. Aunque nosotros esquiamos en pistas con atuendos y material clásico, no vimos a nadie más que lo hiciera. Así mismo, durante la competición, pudimos comprobar que únicamente un grupo minoritario de participantes (ninguna mujer) se puso los esquís. La mayor parte del resto de participantes se acercaron a la pista para animar la actividad, generaron un bonito ambiente, pero no esquiaron.

Dentro de la tienda-comercio de los organizadores posaban dos pares de esquís ses míticos: Rossignol Strato y Dynamic VR 17. Ambos exitosos en la década de los 60 y, en este caso, arropados por uniformes del equipo nacional francés y auténticos dorsales de los JJOO de Grenoble 1968. (Montaje con imágenes propias).
En el programa estaba anunciado un mercado vintage. Ignoro si en anteriores ediciones tal mercado se vio materializado o no. En esta ocasión prácticamente no. La organización montó un espacio-tienda muy bien ambientado, pero únicamente dedicado a la venta de ropa y calzado clásico generalista (no de esquí). Otro comercio también puso una tienda, pero, igualmente, centrada en ropa, complementos de vestir y gafas. Lo eché de menos, me gusta merodear entre los puestos de material técnico retro, nunca sabes lo que puedes llegar a encontrar y, si los precios no son irracionales, incluso llevarte alguna alegría para casa.

En la plaza también se instalaron dos puestos por parte de dos asociaciones dedicadas a la recuperación de material e información histórica sobre sendos batallones de montaña que ejercieron de resistencia a la ocupación alemana durante la II Guerra Mundial. Este es el puesto de uno de ellos. (Imagen propia).
Con sus pros y contras, quiero subrayar que la Alpine Classique me parece una celebración digna de reconocimiento. Tiene mucho mérito. Es valiente apostando por un guiño nostálgico, internándose en un sector (el del esquí) en el que todo parece ser comercialización, ventas, innovación (fundamentada o no), moda, remoda y metamoda aplicada a la ropa, al material y a los resorts. El logro estético del evento es intachable. Controlado o no, el caso es que no encontramos ninguna estridencia en atuendos, material o comportamiento. Nada de horteradas o chabacanismo. La gente parecía tener muy claro a lo que iba y cómo debía de ir. Ya la mera existencia del evento tiene mérito e importancia. Hasta donde llego, no conozco en España ninguna iniciativa similar. Sí que he asistido a alguna quedada con ropa y/o material algo antiguo, pero no a algo tan organizado. Me da sana envidia que en los Alpes (en varios lugares y países) disfruten de propuestas así. Por si fuera poco, esta era la octava edición. Acostumbrado como estoy a haber sacado algunos eventos (de dimensiones muy modestas) adelante, hasta haberlos dotado de tradición, considero que superadas las cinco primeras ediciones su inercia me empieza a parecer como consolidada. Confío en que este sea el caso para la Alpine Classique.
